Hace un par de fines de semana, los informativos de Telecinco nos "regalaban" imágenes sobrecogedoras, pretendidamente espeluznantes, en lugar de informativas, sobre el maremoto de Japón. Un abanico polifónico de estampas forzosamente lacrimógenas: desde la niña que encuentra su vestido favorito entre los restos de su casa destruida, hasta la familia que protagoniza una escena fúnebre en la que cogen, uno por uno y con palillos, los huesos de sus familiares perdidos. Todo ello regado con una voz en off, casi susurrada, que invitaba a la depresión.
Cuando parecía que no podría haber nada más horrible, un grupito de líderes de los gobiernos más poderosos del planeta ocuparon las pantallas. Yéndose a comer. Sonriendo. Haciéndose fotos. Iban a decidir si entraban en la guerra de Libia o no. Decidirían si unos cuantos cientos o miles de personas morían o no, mientras comían manjares que aquéllos no habrían podido imaginar en sus vidas. La voz en off, aquí, no parecía estar pasándolo tan mal, pero a mí se me estaban revolviendo las tripas.
El desastre natural, el que no se puede evitar, el que no se elige, el que nos impone el contrato de alquiler de este planeta que habitamos... ese desastre duele, sobrecoge, deprime y altera nuestra calma. Pero es el desastre humano, el que se busca, el que unos cuantos deciden mientras almuerzan y beben vino... es ese desastre el que realmente horroriza y merma la fe en lo que somos y podemos llegar a ser.