Tuve un pasado deportista. O casi. Fue hace mucho tiempo, más o menos cuando España no ganaba ni a las tabas y el Barça lo partía, pero con Guardiola en el centro del campo. Fui un deportista multidisciplinar. Atletismo, balonmano, futbito, mini-basket, bádminton, fútbol… Pasé por todo. Perdía en todo.
Hubo, tal vez, un par de excepciones. O casi excepciones. Recuerdo una vez que quedé tercero en una carrera de exhibición del club de atletismo al que pertenecía. La cara de profunda ilusión de mi madre cuando se lo conté me dejó totalmente desubicado, “pero mamá, si éramos tres”, le expliqué confuso.
Tardé unos añitos en descubrir el deporte que me llevaría a la gloria, pero al final el oro vino, y lo hizo en forma de un cross de orientación. Ahora me pierdo cada vez que doy un paseo por Madrid, aunque mire Google Maps cuarenta veces, pero en aquellos tiempos era capaz de orientarme mirando a la estrella Polar en pleno día. Así me las gastaba.
El reconocimiento lo cambió todo. Una medalla me demostraba que era bueno en algo. Que había sido mejor que otros.
Cambiad la escala.
...No es una medalla de oro de un niño de doce o trece años
Es un Balón de Oro.
O un Globo de Oro.
O una Bota de Oro.
O un Oscar.
O un Nobel.
Es la prensa deportiva asegurando que tu equipo es el mejor de la historia.
Necesitamos premios. Necesitamos algo que nos empuje a mejorar en las cosas que hacemos. Jugar por diversión rara vez invita al esfuerzo. Jugar para ganar es otra cosa. Es todo un reflejo de la vida que llevamos, de esta meritocracia en la que nos vemos enredados.
Y como tal, es algo parcialmente falso. Algo parcial, a secas.
[Si necesitáis una prueba de lo que digo, mirad a Belén Esteban]
No es sólo el esfuerzo [el mérito] lo que nos llevará a lograr un objetivo, sea deportivo, artístico, científico o profesional. Hace falta algo más. Suerte. Contactos. Carisma. Algo más.
Así es como al final nosotros, pequeñitos y ruidosos, nos buscamos entre figuras que aspiren a las medallas que nos están vetadas. Nos agarramos a sus sombras y a sus ecos y nos empeñamos en hacer nuestros sus logros. Porque necesitamos premios, necesitamos ver que alguien que podríamos haber sido nosotros, que nos despierta simpatía o empatía y que hace las cosas suficientemente bien, puede conseguirlos en nuestro lugar. O en nuestro nombre.
Como consecuencia natural, buscamos injusticia en los fracasos y gloria en los logros. Y olvidamos que, muchas veces, el premio y el mérito no caminan juntos. Al premio sólo puede llegar uno, mientras el mérito es, a menudo, de muchos más.
[Nos olvidamos de que los premios, muchas veces no son de oro, sino de palabras escogidas de la gente que escogemos]
Si más dilación, enhorabuena a los premiados. Enhorabuena a los que también podríamos haberlo sido.