No me gusta el verano, salvo porque no hay que trabajar. Y porque algunas cosas pasan, invariablemente, en verano...
Como las perseidas. Hace años, siempre escribía algo durante ese día y buscaba alguna de las lágrimas de San Lorenzo por la noche. No sé cuándo dejé de hacerlo, ha sido una de las creencias y costumbres que he ido dejando en el camino hacia el nihilismo. Siempre acababa siendo un día nostálgico, pero nunca tuve nada en contra de la nostalgia si se sirve en pequeñas dosis.
También me gusta el Sonorama. Llevo yendo más años de los que recuerdo haber estado allí, pero eso es lógico, considerando la naturaleza amnésica de las noches sonorámicas. Este año paseé por allí como quien visita a un viejo amigo, disfrutando de los lugares compartidos, los olores, los sonidos, los recuerdos viejos y los que quedan por formar.
Pero, en general, las cosas en verano tienen un ligero olor a rancio y a superfluo. Desde los telediarios, hasta las conversaciones en la panadería. Desde la prensa deportiva, hasta Twitter. Nada importa demasiado bajo el sol de agosto.
O casi nada, este año tenemos una invasión de la que hablar por las calles de Madrid. Bah, y aún así, seguro que si al Papa le da por venir en Marzo, la polémica habría alcanzado cotas mucho más elevadas, que no es una cuestión baladí que este estado laico que nos debería cuidar un poco, prefiera gastar dinero público en acoger a un líder religioso...
Pero, oye, que es verano y hace calor, no voy a discutir... mejor me quedo aquí agostado un rato más, hasta que bajen las temperaturas o hasta el próximo salto estival.